Las más grandes lecciones vitales sorprenden a los seres humanos en las situaciones y lugares más inverosímiles, de hecho surgen y proceden de los personajes quizás más inesperados. Son precisamente estas maravillosas historias las que nos hacen reflexionar sobre la trepidante y absurda sociedad que hemos creado. Aquella en la que no somos capaces de cohabitar sin arrollar ni pasar por encima de nuestros semejantes. Incapaces de convivir con la empatía y buenos instintos que en cambio sí que demuestran aquellos otros tan inesperados como fascinantes personajes que se cruzan milagrosamente en nuestro camino.
El deporte siempre constituyó un sensacional método educacional, a través del cual el ser humano comprendió en buena medida la forma de llevar a cabo una sana competencia. Surgido como medio de ocio en su culto y actividad descubrió el equilibrio entre la mente y el cuerpo -por tanto la salud-, convirtiéndose también en la expresión metafórica de otros enfrentamientos posiblemente menos edificantes. Como modo de expresión, supuso la teatralización física y estética de la eterna competencia entre humanos por la conquista y el dominio territorial de los pueblos.
Desgraciadamente fueron demasiadas las ocasiones en las que el concepto deportivo fue desvirtuado por esta última razón. Fundamentalmente por la errónea interpretación de que la cultura deportiva dividía en lugar de unir, al ser transformada en enfrentamiento. A diferencia de ello el deporte brilla en su máximo esplendor cuando demuestra su capacidad para unir, para crear vínculos, compañeros de viaje que quizás en el trayecto se conviertan en rivales, pero que en realidad no hacen otra cosa que marcar nuevas metas, dar lecciones de vida y superación a los demás. De hecho no existiría un gran atleta, un gran futbolista, un gran ciclista, sin la figura de aquel otro que le enseñó y motivó a ser mejor. Ser mejor en el noble acto del sacrificio de superarse a sí mismo para acabar superando al referente que un buen día le hizo soñar con saltar, correr, jugar…y por último perder o ganar.
Ciclismo, sacrificio y nobleza
Uno de aquellos deportes que ofrecieron siempre ejemplo de nobleza, sacrificio y superación fue el ciclismo. Existen de hecho pocas disciplinas deportivas tan sacrificadas como la de escalar a dos ruedas encadenadas al desarrollo de un sueño, un desafío, paredes rocosas por las sinuosas carreteras de Europa. Coronar sus míticas cimas, bajar puertos a tumba abierta jugándose el físico, convertirse en rey de la montaña, la contrarreloj. Vestir de amarillo, rosa, rojo, Tour, Giro, Vuelta, ser esprínter, gregario, rodador, lanzador, capo, aguador…
Ya no corren los tiempos del águila de Toledo, de Federico Martín Bahamontes, tampoco los del ‘Canibal’ Eddy Merckx. Mucho menos los del inmortal Gino Bartali, que salvaba judíos del holocausto nazi con los papeles ilegales que escondía en el cuadro de su ‘resistente’ bicicleta. Desafortunadamente la tan errónea como habitual malinterpretación de la noble competencia, de esa absurda necesidad humana de arrollar llevándose por delante todo lo bueno y merecedor de destacar de un deporte que dio a tantos y tan grandes ciclistas, acabó manchando la imagen que el mundo tenía del mismo.
La triste realidad del dopaje se llevó por delante demasiados conceptos nobles del ciclismo, como el compañerismo, e hizo dudar de todos aquellos que rodaron sin cadena hasta la victoria final. Y todo por la mercantilización una vez más de un noble deporte, que convertido en negocio ya solo importaba ganar, cuando en otros tiempos era complicado y toda una proeza llegar a la meta final.
El ciclismo es un deporte noble y muy sacrificado, se viven tiempos en los que se lucha por volver a mostrar al mundo que la alargada sombra de la sospecha se diluyó. Los cicloturistas en ningún momento han dejado de verse por nuestras carreteras por la sencilla razón de que el ciclismo es pasión, aventura, sacrificio, compañerismo, superación. Por ello, por lo que representan, por la cruenta realidad que arroja la estadística de la DGT, de que en la última década más de 400 ciclistas perdieron la vida en las carreteras españolas, -en la mayoría de las ocasiones por imprudencias de los conductores del vehículo motor- merece la pena destacar la noticia que saltó a los medios en julio y acabó convirtiéndose en viral.
Y lo hizo porque fue una de esas inesperadas historias ante las que el ser humano no sabe cómo reaccionar, porque el personaje en cuestión -un perro- demostró poseer mucha más empatía y humanidad que aquellos que tanto presumen -presumimos- de ella. Y lo hizo Max, un perro callejero que el 23 de julio pasado auxilió, veló y dio calor durante toda la noche en Rumanía a Marion Ion, un ciclista accidentado que dando pedales por el bosque se despeñó y quedó inmovilizado por los fuertes golpes que le provocaron la caída.
En aquella situación límite, en un lugar inhóspito, surgió la enjuta figura del vagabundo, la noble e inesperada mirada del can. El buen instinto de un héroe de cuatro patas que deambulando se puso a sus pies, ofreciendo compañía y calor al hombre hasta que llegaron los servicios de urgencia. Profesionales de la medicina que en un primer momento pensaron que Max era la mascota del cicloturista, pero que quedaron impresionados al conocer que aquel can que se había subido a la ambulancia, era el mendigo de cuatro patas que se había convertido en su ángel salvador. En la maravillosa lección de un perro a un mundo arrollador, a unos seres humanos que han dejado de sentir empatía por sus semejantes.
Una de esas lecciones que dejan huella, con un deporte tan noble y sacrificado como el ciclismo de por medio, una maravillosa historia para reflexionar y jamás olvidar, especialmente cuando a los mandos de nuestro vehículo, en nuestro horizonte, oteemos a un ciclista, o un grupo de ellos circulando en el arcén. Recordemos por tanto a Max, un perro más humano que nosotros mismos, que en el deporte y la vida damos más importancia al hecho de ganar y arrollar, en lugar del valor y la nobleza que supone el camino, el sacrificio. Acabar primero o último, pero fundamentalmente haber compartido el fascinante viaje, la experiencia de llegar…