Se hace difícil encontrar a una sola figura que reúna todo los aspectos positivos de un fenómeno tan social y universal como es el deporte. No obstante, desde el ámbito del tenis han tenido la fortuna de haber podido solventar con éxito esta situación desde hace muchos años. Las lágrimas de Roger Federer tras coronarse de nuevo campeón del Abierto de Australia conquistando así su vigésimo título de Grand Slam son fiel reflejo de esto.
Ver jugar al suizo es realmente una delicia. Atesora una técnica exquisita combinada con un temperamento noble y honrado. Quizás sea esta última característica la que ha provocado que el bueno de Roger sea admirado y querido allá por donde va desde que apareció sobre las pistas. Ya no solo por los aficionados, sino también por sus propios adversarios.
Toda una leyenda deportiva que arrastra tras de sí un palmarés intachable, único y, seguramente, irrepetible. Condición que parece no tener fin, puesto que a sus 36 años sigue siendo amo y señor de este juego. Afronta cada partido con la misma ilusión de un debutante a sabiendas de que ya ha saboreado, y en varias ocasiones, todos los triunfos posibles.
Para la gran mayoría, él es el mejor jugador de tenis de todos los tiempos, aunque siendo sinceros, estos calificativos se quedan un poco escasos a la hora de intentar definirle. Y sí, no es ninguna exageración.
Estamos ante uno de los deportistas con mayúsculas del pasado más reciente, del presente y, por suerte, del futuro, ya que su legado será eterno. No cabe la menor duda de que Federer es la viva imagen de todo aquello a lo que hace referencia la tan mítica expresión de “los valores del deporte”. Un espejo en el que mirarse y del cual aprender de forma constante.