[dropcap]E[/dropcap]xisten personas en este mundo que son capaces de crear recuerdos imborrables, imágenes eternas que se graban en lo más profundo de las mentes de aquellos que compartieron esos momentos. Marco Pantani fue una de esas personas. En esta edición, cuando se cumplen 10 años de su desaparición, el Giro de Italia ha decidido llevar el recorrido hasta Plan Di Montecampione -lugar donde consiguió cimentar su victoria en la edición del 98- con la intención de homenajearle. Los motivos para esta deferencia están más que justificados.
Marco, desde muy joven, fue un niño inquieto y muy cariñoso. Con su abuelo vivió muchos de sus mejores momentos. Él fue su mejor amigo, quien le llevaba a pescar, a pasear por el campo, o a sus primeros partidos de fútbol. Cierto día vio a los chicos del Grupo Ciclista Fausto Coppi di Cesenatico. Quiso probar en el ciclismo, y con una bicicleta de niña -la única que tenían en casa- ingresó en el club. A pesar de la diferencia de material nunca se quedaba atrás, y en las subidas pasaba en cabeza. Tenía 11 años.
El comienzo del mito
Su progresión con el paso del tiempo fue espectacular, y llegó a la categoría profesional con la vitola de futura estrella. No tardó mucho en refrendar su calidad. En el Giro del 94 ganó dos etapas –entre ellas la mítica victoria en Aprica donde Induráin sufrió una terrible pájara- y finalizó 2º en la general. Ese mismo año acabó tercero en el Tour. Por desgracia, la fatalidad le acompaña la siguiente temporada. Era el favorito número uno en la carrera italiana, pero una caída le privó el poder disputarla. Fue un golpe duro, del cual se recuperó poco a poco, e incluso acabó con fuerza el año, siendo 3º en el mundial de ruta. Pero cuando te persigue el infortunio nada puedes hacer. Regresó a su país y, disputando la Milan-Turín, se estampó contra un todoterreno. Muchos pensaron que no volvería. Trascurrieron 16 largos meses para volver a verle con un dorsal.
Su regreso fue espectacular. Tras una caída que le hizo retirarse del Giro, ganó dos etapas del Tour 97 y acabó tercero en la clasificación general. Sin embargo, el mayor cambio fue su confianza en sí mismo, que había crecido exponencialmente. Pantani personificaba la figura del clásico escalador, que sonríe al ver llegar la montaña y odia el reloj. Era un ciclista anacrónico, que no necesitaba conocer el recorrido, no miraba las pendientes ni los kilómetros; un ciclista de la vieja escuela. Su táctica, por llamarla de alguna manera, era siempre la misma: atacar en el puerto decisivo de la carrera. Algunas veces lo hacía a falta de 2 kilómetros para meta, otras veces a falta de 14; no le importaba lo que hiciesen el resto de ciclistas. El icono había nacido. Anunció a bombo y platillo que ganaría el próximo Tour, y que le dedicaría a su abuelo el Giro que le había prometido. Lo cumplió: 1º en el Giro de Italia (1998), más 2 etapas y Clasificación de la Montaña; y 1º en el Tour de Francia, con 2 victorias de etapa. Era la imagen deportiva del momento. Una estrella que sabía venderse, que transmitía valor, entrega, simpatía, deleitaba al público y que aficionó al ciclismo a multitud de personas de todo el mundo. Un ídolo internacional que llegaba al corazón de la gente y era fácilmente reconocible. Siempre completamente rapado, con su pañuelo, perilla, pendientes de aro. ‘El pirata’ ya era mítico.
El mayor revés
A falta de dos jornadas para el final del Giro del 99, cuando tenía la victoria final en el bolsillo gracias a sus triunfos en cuatro etapas, Pantani sufrió el mayor golpe de su vida. Un control sanguíneo efectuado al ciclista determina que su tasa de hematocrito es superior a la permitida, por lo cual debía abandonar la carrera. La policía irrumpe en el dormitorio del hotel y, ante la ingente multitud de periodistas que le estaban esperando, le expulsan. Pasó de la gloria a la humillación en un instante. Queda trastocado, su mente no lo asimila nunca, se siente estafado, traicionado, vendido. Él solo hacía lo mismo que los demás, pero era el único que sufría las consecuencias. Ya no importaban los entrenamientos, las lesiones, las tremendas operaciones, las enfermedades. No importaba todo lo ganado y perdido hasta entonces. Su imagen era la de un tramposo. No salía de casa, lloraba constantemente, y comenzó a consumir cocaína para serenarse, para olvidar los fantasmas que no le dejaban en paz.
Ya nunca fue el mismo hombre. Era incapaz de olvidar y continuar hacia adelante. Pasaba más tiempo ante el tribunal defendiéndose de las acusaciones de fraude deportivo que entrenando, y así era muy difícil seguir. En el año 2000 nos dejó una última perla durante el Tour. En el Mont Ventoux llegó con Armstrong a la meta y el texano le cedió el triunfo. En las posteriores declaraciones, Armstrong comentó que se había dejado ganar por el Elefantino– las orejas de Pantani no pasaban desapercibidas- lo cual molestó al italiano. No era Marco hombre de ironías ni chascarrillos, y no iba a dejar al americano sin castigo. En el final de etapa en Courchevel, Pantani atacó desde el comienzo del puerto. Primero reventó a Ullrich, y luego a Armstrong. Llega extasiado a la cima, pero inmensamente feliz, viendo como ese día Armstrong pasó por detrás de él, con las orejas agachadas.
Su vida estuvo marcada por múltiples altibajos, tanto en el terreno personal como deportivo. El día de San Valentín del año 2004, día en que muchos corazones laten con más fuerza que ningún otro día del año, el del campeón italiano dejo de hacerlo.
Es muy probable que no se recuerde si ganó tal carrera o aquella otra, o sí pasó en cabeza tal puerto, pero si le viste alguna vez, indudablemente recordaras su rostro de nobles ojos, su nariz baja y sus grandes orejas. Su cabeza rapada, sus pendientes, la perilla…; y si cierras los ojos le verás de nuevo atacar, sin mirar atrás, sin sentarse, con el único deseo de ir lo más rápido hacia la meta para dejar de sufrir.